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OTRA PONENCIA EN EL FORO DE LA FMG

Pablo de Santis

Las plumas mágicas

Hay museos dedicados a todo lo que podemos imaginar. Es muy probable que exista también, en algún lugar del mundo, un museo dedicado a los instrumentos de escritura, donde han de tener su lugar plumas y tinteros, biromes y máquinas de escribir, el olvidado papel secante y el aún más olvidado papel carbónico, que nos manchaba los dedos de negro o de azul. Si existiera ese museo debería tener una sala destinada a los instrumentos imaginarios de escritura; esas plumas y lápices que han servido a los escritores para representar el irrepresentable oficio de escribir. Digo irrepresentable porque, como se ha visto a menudo, el cine o la televisión muestran a los músicos componiendo o tocando y a los pintores pintando; pero los escritores se los muestra rompiendo las páginas o haciendo bollos de papel. Es el único oficio en el cual es más famosa la interrupción que la puesta en práctica.
En esa vitrina artículos imaginarios estaría la “lente-recuerdo”, curiosa pluma de nácar inventada por Augusto Roa Bastos en su novela Yo el supremo. Es una pluma que consta de una lente capaz de proyectar sobre el papel las imágenes del texto, mientras se escribe. Esta historia ocupa apenas una cita a pie de página en esa gran novela; pero es uno de los mejores cuentos fantásticos latinoamericanos. El narrador de la historia dedica su vida a apoderarse de la preciosa pluma, pero cuando lo consigue ya está gastada, y las imágenes aparecen partidas por la mitad, sombrías, rotas.

Silvina Ocampo también imaginó su propia pluma en el breve cuento que se llama La pluma mágica. Un escritor nos narra la historia de su desdicha: cada novela, cada cuento que escribe ya lo ha imaginado otro, en algún lugar del mundo. Sin voluntad de plagio, repite tramas que otros han escrito antes. Pero cuando alguien le regala una pluma nueva, descubre que lo que escribe esta vez sí es original. Los libros se publican, uno tras otro, y son perfectos. Después al pobre le roban la pluma, como corresponde. Los objetos mágicos o bien están al final del cuento, y su resplandor coincide con el fin, o bien, si son obtenidos antes, se gastan, se rompen, desaparecen. Yo aconsejaría a los personajes de todo cuento encontrar el objeto mágico en la última línea, para evitar sinsabores.

En el delicioso libro de Gonzalo Carranza Máquinas infernales (que es una pequeña enciclopedia de los fracasos de inventores de toda clase) hay varios experimentos relacionados con la escritura, entre otros una máquina de escribir poemas. Pero el que recuerdo con más claridad es el Nictógrafo, aparato planeado por Lewis Carroll, el autor de Alicia en el país de las maravillas. El Nictógrafo permite escribir de noche, en la cama, y bajo la frazada. Carroll no da mayores precisiones sobre el aparato en cuestión, pero es tan linda la palabra Nictógrafo que su solo sonido ya la justifica.

No sólo se han inventado plumas mágicas. Beatriz Ferro probó con algo más modesto: una tiza. La tiza es barata, poco prestigiosa, está condenada a la escuela y a sus pizarrones o a las baldosas de la terraza. Beatriz Ferro supo encontrarle sus posibilidades mágicas a la humilde tiza. Su poema dice:

Tener una tiza mágica
eso sí me gustaría.
Escribiría: vaca-burro
flor-silla-panadería
y nadie podría entender
y todo el mundo diría:
Qué cosas raras que escriben
estos chicos hoy en día
Y cuando escribiera: plim
traplicopi-lurulía,
entonces sí que, enseguida,
todo el mundo entendería.



A veces el prodigio no está en los instrumentos de escritura, sino en los papeles mismos. En una de las novelas de Paul Auster, La noche del oráculo, un escritor está completamente bloqueado hasta que compra, en el Palacio del papel, tienda del señor Chang, un cuaderno portugués: las palabras que no había encontrado aparecen de golpe, como si el cuaderno las convocara. (Muy a menudo los instrumentos mágicos de escritura sirven para hablar del bloqueo del escritor, y de los mecanismos misteriosos de la inspiración). Tuve la suerte de estar en una cena en Lisboa donde varios editores y escritores portugueses discutían si Paul Auster se refería a cualquier cuaderno portugués o a un modelo en especial. Uno de los comensales, partidario de esta última opinión, dijo, para probar su hipótesis, que enviaría un cuaderno a los dos escritores extranjeros presentes. Le di mi dirección y me olvidé, pero al mes recibí un espléndido cuaderno portugués, que para mi era un objeto singular, pero que un habitante de Lisboa le habría de parecer algo completamente familiar. Estamos tan acostumbrados a los cuadernos escolares que tendemos a pensar que son algo así como la idea platónica del cuaderno, y que en todo el mundo son iguales en tamaño y diseño. Y sin embargo varían de país en país. Un cuaderno forrado en papel araña en otros sitios sería visto como un objeto exótico, y muchos se preguntarían: que extraña costumbre la de poner esas arañas de pesadilla en las manos de los niños. Yo agregaría uno de nuestros cuadernos de papel araña a este museo imaginario.
Además de los cuadernos, algunas letras tienen costumbres particulares. En su cuento La plapla, María Elena Walsh imagina a una letra, la plapla del título, que está aburrida de descansar en el mismo renglón de siempre, y se dispone a buscar un destino mejor. Cuando vemos un libro tirado sobre el pasto cerca de un hormiguero, no es raro que se nos ocurran ideas parecidas al ver como las hormigas exploran el libro en busca de algo más sabroso que tinta y papel, y que pensemos en las hormigas como letras que quieren cambiar su lugar en la historia, y mudarse del capítulo segundo a la dedicatoria, o al ordenado edificio del índice. Borges contó en alguna entrevista que de niño le sorprendía que al cerrar un libro las letras no se desprendiesen de las páginas y se mezclasen.
Además de la plapla, hay otras historias de letras que se mueven o cambian. Adela Castronovo, eficacísima promotora de la lectura, me hizo leer un cuento de Philip K. Dick, que tiene como protagonista a un editor en un futuro lejano (los editores rara vez son protagonistas de libros; Dick les hace justicia). En la época del cuento muchos planetas han sido colonizados, pero los libros siguen existiendo tal como los conocemos. Este editor tienen un grave problema: ha sacado a la venta una serie de clásicos latinos; pero lectores y libreros alarmados le han devuelto varios ejemplares de Sobre la naturaleza de las cosas, de Lucrecio, por los imperdonables errores de la edición. El editor comprueba la existencia de esas erratas: Lucrecio era ateo y materialista, y en su largo poema enunciaba con claridad esa filosofía; pero sus versos aparecen corregidos. Ahora Lucrecio declara, en perfectos versos latinos, la inmortalidad de la vida, la irrealidad de la muerte. ¿Cómo es posible? Pronto se aclara el enigma: estos lujosos libros han sido encuadernados con el cuero de un rarísimo animal de otro planeta, cuero que se ha convertido en una mercadería muy preciada. Este animal presenta una extraordinaria resistencia a morir; aun ejecutado y despedazado, sigue habiendo vida en él. En las cubiertas de esos libros, el animal no solo sigue vivo, sino que su extraordinaria inteligencia logra modificar las palabras, para que coincidan con su propia filosofía. Un animal inmortal no ha de permitir esa perfecta mentira, la muerte, ni aunque esté escrita en latín.

Agregaría a ese museo de la escritura la pizarra mágica, juguete donde las palabras y dibujos duraban poco tiempo. Bastaba mover una lámina para que la pizarra quedara en blanco de nuevo. Es un juguete muy viejo; Freud escribió un artículo sobre la pizarra y ya en esa época, en la primera década del siglo XX, era para él un juguete viejo, de origen incierto. Freud se interesó en esta pizarra porque le servía para explicar el funcionamiento de la memoria: en la superficie están los recuerdos del día (un número de teléfono, una anécdota, el nombre de una calle) y sobre el fondo, sobre la lámina negra, quedan en cambio los trazos que se han hecho con más fuerza y que escondidos sobreviven a los continuos borrados.
La pizarra mágica es también una perfecta metáfora de la relación del escritor con la memoria; me refiero a la memoria que necesita del lector. En un cuento breve, que el lector lee de un tirón, todos los elementos están en un mismo nivel mnemónico. Al llegar al final el lector recuerda todo o casi todo. Pero una novela se lee de varias sentadas, en distintos momentos del día, en el tren y el colectivo o en un banco de plaza o en la cama, a veces en situaciones de tensión, o al borde del sueño, y nuestra atención no es constante. Cuántas veces tenemos que volver las páginas atrás, porque no recordamos una palabra de lo ya leído. Así que el escritor siempre tendrá que utilizar estrategias para asegurar que ciertos elementos de la trama pervivan en la memoria del lector, para que la novela pueda funcionar. La novela policial es especialmente sensible a este asunto: por eso en las traducciones de las viejas novelas aparecía un ayuda memoria con los nombres de los personajes y sus relaciones entre sí, para que al llegar al momento en que Hercules Poirot decía: “El asesino es el señor Richard” el lector no se preguntara: “¿Y quién era este señor Richard?”. Un cuento está hecho de puro recuerdo, pero una novela es mezcla de recuerdo y olvido, y el escritor debe ser capaz de organizar qué datos van en la lámina superficial, visible y cuales en la otra, la lámina escondida de su pizarra mágica.

Para terminar, dejaremos un rinconcito de este museo de la escritura para un invento que aparecía en Los tres chiflados: una pluma para escribir con crema batida. Para fabricarlo, por si alguno quiere probar, se necesitan una lapicera y una licuadora llena de crema. Había otras cosas que fallaban porque las hacían los Tres chiflados pero que, hechas por otros, hubieran podido funcionar bien; a mi me gustaba la pluma a crema batida porque fracasaba desde el principio, no había modo de imaginar en qué sentido aquello podía funcionar bien. En el humor, como en la literatura, las cosas necesariamente fallan. Sin eso que sale mal no hay trama. La pluma a crema batida ya nos avisaba, desde la infancia, que el fracaso era imprescindible para que el cuento existiera: a Blancanieves le hace falta la reina mala y su espejo alcahuete; a Cenicienta las campanadas le recuerdan no solo que es tarde, sino que no está en la vida real, sino en un cuento. La literatura se alimenta de obstáculos y de catástrofes: por eso, como hacen siempre los tres chiflados, hay que preparar la pluma y luego encender la licuadora.

Pablo De Santis

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