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14o.FORO FOMENTO DEL LIBRO Y LA LECTURA FUNDACION MEMPO GIARDINELLI 2009

Ponencia de la escritora argentina

Laura Devetach
Lugar de interrogantes, lugar de encuentros

A través de la literatura se comparten secretos, calladamente, sin la obligación de nombrarlos. Se comunica de otra manera. Voy a leer un texto para establecer así un peculiar lugar de encuentro. Es la Canción de las Preguntas de José Sebastián Tallon.

Canción de las preguntas

¿Por qué no puedo acordarme
del instante en que me duermo?
¿Por qué nadie puede estar
sin pensar nada un momento?

¿Por qué, si no sé qué dice
la música, la comprendo?
¿Quién vio crecer una planta?
¿A qué altura empieza el cielo?

¿Por qué a veces necesito
recordar algo y no puedo,
y después, cuando me olvido
que lo olvidé, lo recuerdo?

¿De qué color es la luna?
¿Por qué no hay ángeles negros?
¿Por qué no puedo correr
cuando me corren en sueños?

¿Por qué hay gallinas que cantan
como los gallos? ¿Y es cierto
que hay relojes que se paran
cuando se mueren sus dueños?
Y el pelo ¿cómo nos crece?
¿Por cuál de los dos extremos?
¿Y lo peces, cuando duermen,
tienen los ojos abiertos?
¿Por qué decimos con jota
mojca, rajgo, mujgo, frejco?
Y el gato, ¿sabe que es él
cuando se ve en el espejo?

¿Y sabe alguien en dónde
y cómo y cuándo, vivieron
los treinta y dos abuelitos
de sus ocho bisabuelos?

¿Y podrá decir, quien pueda
contestar a todo esto
por qué en los días de lluvia
me siento un poco más bueno,
y lo que piensan las vacas
que rumian en el silencio
del atardecer, echadas
y tristes, mirando lejos?

Trazado el círculo mágico, voy a desgranar algunas reflexiones sobre problemáticas de lectura, que nacen de la persona que lee y escribe, para ser compartidas con otras personas que también leen y quizás escriban. Considero indispensable pasar por las propias problemáticas como lectores para que ese pasaje redunde en beneficio de nuevas ideas y nuevas prácticas.
Durante la infancia y adolescencia asistí a un colegio de enseñanza religiosa católica. Los sábados teníamos un ritual insalvable: el examen de conciencia. Durante los años 40, teníamos clase también los sábados. A la última hora se venía el interrogatorio, pues, supuestamente, nos confesaríamos por la tarde en la parroquia.
A las doce, casi la siesta ya, con hambre de dragonas, cansadas, soñolientas, nos acomodábamos con las cabezas anidadas en los brazos sobre el pupitre. Con los ojos cerrados suspirábamos y entrábamos a un campito de silencio. Los ruidos interiores se acallaban y la voz de la hermana Joselina iba desgranado preguntas de su libro especial sobre pecados. Cada una de nosotras debía ir respondiendo para sí a aquellas preguntas:
¿He tomado el nombre de Dios en vano? ¿Tuve malos pensamientos? ¿Cometí faltas contra mi madre o contra mi padre? ¿Me apoderé de cosas ajenas? ¿Falté a la verdad? ¿Falté al pudor? ¿Hice cosas malas?
Se repasaban así los diez mandamientos y lográbamos una lista de maldades cometidas para decírselas al cura, gracias más a nuestras colas de paja que a nuestra comprensión. La cuestión era no ser ni muy muy ni tan tan poco pecadoras. Ya que de confesiones se trata, confieso que yo tenía una lista más o menos fija y algunas compañeras también. Más de una vez nos las prestábamos porque facilitaban mucho el cumplimiento con el sacramento. La lista estandar era más o menos así, traduciendo los mandamientos a nuestras realidades:
. Juré por Dios que me caiga muerta.
. Dije malas palabras.
. Le contesté mal a mi mamá.
. Falté a misa porque estaba resfriada.
. Me peleé con mi hermano.
. Fui a ver una película inconveniente porque no sabía.
. Hice cosas malas.

Ya de adulta me pregunté por qué nos prestábamos las listas. Y el misterio no era muy grande: no teníamos ganas de hacer listas nuevas porque esa media hora obligatoria de ojos cerrados y silencio se convertía en una zona liberada para dispararse a cualquier parte, en compañía. ¿Quién pensaba en pecados?
A veces las preguntas nos llevaban a lugares increíbles, a buceos e imaginerías privadísimas que poco tenían que ver con el bien y el mal. Entrábamos en otra dimensión. Era una curiosa media hora de solaz, ensoñaciones, contacto con los rincones más secretos, sobresaltos, quizás no para todas, pero para muchas sí.
En ese tiempo salíamos y entrábamos de las preguntas, las escuchábamos o no, nos mirábamos a veces por una ranura del ojo, éramos cómplices de mil cosas sin palabras, de risas de las mejores, de ésas que no se pueden mostrar, que no se sabe por qué vienen.
Nos convertimos en compinches de un momento importante de la vida: el de compartir calladamente grandes secretos sin la obligación de nombrarlos. El de transformar nuestras dudas, terrores y pecados en risa. A veces, en ideas útiles para después. Compinches en el momento de poder deslizarnos al tobogán de adentro y volver a salir, encontrando compañía en el ejercicio. El de poner en movimiento nuestros mundos interiores de una forma que las monjas jamás deben haber imaginado porque, de ser así, hubieran terminado con el examen de conciencia de los sábados para toda la eternidad.
De este ritual así transformado me quedó una certeza: el lenguaje sirve para hacerme y hacer preguntas que no siempre tienen que ser respondidas, o que no tienen una sola respuesta. Las interrogaciones representan una manera íntima, personal, de avanzar sobre el conocimiento.
Aquellas preguntas eran sobre pecados. Yo les di, sin saberlo, un lugar más constructivo: instalarlas, dejarlas flotar por dentro, no enojarme con ellas, no temerles, permitir que los interrogantes se convirtieran en respuestas o en otras cosas que ayudan a construir la propia realidad.
Un día alguien tuvo la brillante idea de llevar al colegio un libro para leer en la hora de labor. Era El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. La incauta hermana Joselina preguntó de qué se trataba. Dijimos que de historia, y empezamos a leer en voz alta los apasionantes episodios.
Allí volvimos a sentir la zona liberada que nos producía el examen de conciencia: entrar y salir, perdernos entre carruajes, palacios y personajes. Pero duró poco. Un día apareció la Madre Superiora y nos dijo que qué vergüenza eso de estar leyendo a un autor excomulgado por la Santa Iglesia.
¿Excomulgado? ¿Qué, no podía tomar la comunión? ¿Quién, el conde? ¿Cómo? ¿Por qué? Y claro, nunca más un libro. Nadie respondió las preguntas pero quedaron en nuestra zona secreta compartida y motivaron una fecunda curiosidad. Más de una de nosotras leyó otros libros.
Por eso hoy, recordando esos momentos, pensé en el mecanismo de desgranar interrogaciones que no tienen que ser respondidas. Preguntas sobre los temas que nos ocupan: el espacio de la vida toda en el que se instala el libro de cuentos, los escasos libros de poemas, el buen texto compartido. Interrogantes sobre y para nosotros los adultos. Yo no soy la Hermana Joselina y no parto de los diez mandamientos. Siempre estoy en ese extraño lugar de quién escucha las preguntas al mismo tiempo que las formula y se pone ansiosa porque son muy cambiantes y vertiginosas.
Empiezo entonces a hacer las preguntas que se me fueron cruzando y que no cesan.
¿Recuerdo poemas y canciones, coplas, palabras rítmicas? ¿Vienen a mi memoria refranes, juegos de palabras, textos que me impactaron?
Siempre que llovió, escampó.
Me gusta la leche blanca/ me gusta negro el café /pero lo que más me gusta/ son los ojitos de usted.
Cielo con lana, lloverá hoy o mañana.
Más viejo que andar de a pie.
Pájaro que comió, voló.
Cada carancho a su rancho.
—¿Qué le dijo el sifón al vaso?
— ¡Shhhh!

¿Hago pie en estas cosas para mi discurso cotidiano, para mi escritura? ¿Reconozco estos textos como valiosos equipajes?
Cuando canto, ¿entiendo lo que canto? ¿Leo cuentos y poemas para mí? ¿Sentí o pensé que todo lo que sea letra impresa “tiene que ser bueno”?
¿Encuentro las mismas emociones, me inquieto del mismo modo que cuando leo, ante una melodía, una imagen, una huella en la arena, el nudo de una madera, la expresión de un rostro, el sonido de las campanas, un panadero volando?
¿Voy dejando que el texto penetre, nado en él, me dejo llevar? ¿Avanzo aunque no entienda todo al pie de la letra, como si una se metiera en la selva virgen y fuera dejándose rodear, dejándose asombrar?
¿Gusto de esto o aquello? ¿Rechazo esto o aquello? ¿Pierdo algunas palabras y me detengo en otras? ¿Releo?
¿Es bello el dolor? ¿Es horrible cierta belleza? ¿Me detengo a pensar en los textos que me gustan porque sí, sin segundas intenciones? ¿Y en los que no me gustan? ¿Defiendo mis elecciones?
¿Nos ataca el silencio luego de leer? ¿Quedamos enganchados en imágenes, fragmentos, climas? ¿Leyendo, nos sentimos en un viaje? ¿Sentimos un pequeño vacío cuando el texto que nos lleva se acabó? ¿Por qué el viaje realizado con un texto no siempre es traducible a palabras? Otras veces, ¿necesitamos hablar para encontrar esas palabras?
¿Necesitamos hacernos lugar por dentro? ¿Pasar a otra cosa llevándonos la privadísima experiencia? ¿Deseamos volver al texto, ahora, ya, o quizás mejor no, otro día?
Otras veces, ¿necesitamos hablar enseguida de ese texto?

Habiendo ya realizado este viaje vuelvo a preguntar: ¿”Trabajar” un cuento? ¿Doblar y pegar el texto por las mismas líneas de puntos hasta que queden muchas papirolas iguales para cada lector? ¿Notamos si es igual compartir cuentos y poemas con niños que con niñas? ¿Y con ambos?
Ahora amplío los interrogantes: ¿Somos lectores quienes manejamos bibliotecas, seleccionamos o juzgamos libros? ¿Sabemos distinguir un texto de molde mediático de otro más sutil o más elaborado? Cuando alguien dice “con este texto no pasa nada” ¿dónde y por qué no pasa nada? Cuando alguien dice “quiero un cuento que me deje algo” ¿qué se espera que deje ese cuento? ¿Por qué no están en las escuelas y en nuestros lugares de formación y capacitación y a veces, ni siquiera en las librerías, textos como el que leí al comienzo? ¿Por qué no son como el pan o como el mate?
¿Y si los buscamos y los pedimos, si exploramos bibliotecas, librerías, preguntamos a quienes nos enseñan y asesoran?
¿Se podrá influir de abajo para arriba? ¿Se podrá influir con nuestras búsquedas y demandas en la comunidad, en los lugares de formación, en la cultura, en los gobiernos? ¿Podremos hacer apuestas diferentes, que no sean ni al texto para “trabajar” ni al best seller de turno? ¿Tememos equivocarnos en nuestras elecciones?
Hay textos que aún no siendo para niños vienen como anillo al dedo
para ese casamiento con una vida más amplia que es la lectura autónoma.
Se equivocó la paloma —dice Rafael Alberti en su poema del libro Entre el clavel y la espada.
Se equivocó la paloma
se equivocaba.
creyó que el mar era el cielo;
que la noche, la mañana.
se equivocaba (….)

O Ramón Gómez de La Serna, en sus Greguerías:
Las alpargatas tempraneras pasan dando bofetadas al suelo.
El cometa es una estrella a la que se le ha deshecho el moño.
Roncar es tomar ruidosamente sopa de sueño.
Los paréntesis salen de las cejas del escritor.

El mismo texto no penetra de la misma forma a cada lector. Lo importante es ir comprobando que esos espacios a favor de la lectura autónoma se pueden crear en la escuela, en la casa, en la sociedad, en un país.
¿Y los autores? Los autores deseamos ser leídos. Muchos de nosotros, al escribir, nunca sabemos por qué sale un texto y no otro, por qué salen los que salen. Pero hay una cosa cierta: en la escritura que se va construyendo, en su orfebrería, están la persona y su visión del mundo. No hay vueltas.
Este proceso es el que tiende el hilo hacia el lector. Es un hilo que busca en el niño o el adulto que lee o escucha, la misma zona de deseo y fuerza desde la que el autor escribe. Cuando el encuentro se produce, surge el diálogo.
Cuando el lector pequeño logra entablar autónomamente el diálogo con el texto, logra mucho más que leer. Logra abrir espacios, ejercer su libertad, su pensamiento, afinar sus emociones y afectividad. De allí a producir sus propias ideas, sus imágenes y un imaginario personal, hay un solo paso. Y el lector puede compartir en una lectura, el mismo territorio que transitó el autor al escribir.
Desde su óptica, desde sus sentimientos.
Lector autónomo es para mí aquel que traba una relación inteligente y emocional con un libro, sin pedir de antemano que el libro dé su respuesta a través de estereotipos.
Muchas de estas preguntas realizadas pueden parecer ingenuas, llenas de desparpajo, salidas de la cabeza de unas niñas en estado de examen de conciencia. Pero creo que las preguntas ingenuas son siempre necesarias para concretar los sueños.
Todos nos merecemos, junto al derecho de alimentarnos, alimentarnos bien. Y junto al derecho a leer y que se nos lea, leer y que se nos lea bien, con conocimiento y pasión, porque es un derecho humano.
Canta Emilio Ballagas, el poeta cubano:

Cada cosa tiene un pulso
pon la mano en su latido.
Cada cosa dice algo:
acerca humilde el oído.

Quizás estas palabras de poeta, como tantas otras, hayan surgido de preguntas que se fueron hilvanando en el tiempo, con persistente paciencia, con espera. Como nos dice uno de los haikus de Kitó:

El ruiseñor
unos días no viene
otros, dos veces. •

Laura Devetach es escritora. Nació en Reconquista, Santa Fe. Licenciada en Letras Modernas y Doctora Honoris Causa de la Universidad de Córdoba. Dirigió colecciones de libros para niños, ejerció la docencia y la investigación sobre procesos creativos y temas de lectura y Literatura Infantil. Tiene varios premios nacionales e internacionales a la trayectoria y producción. Su obra consta de más de sesenta títulos para niños y adultos en narrativa, poesía y reflexión teórica . Su último libro en este género es La construcción del camino lector. Entre sus obras se pueden mencionar El enigma del barquero, Cositos, Cuento escondido y Secretos en un dedal.

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